Etiqueta: Pongamos que hablo de Logroño

  • Extrarradio

    La ciudad parece distinta, piensas mientras caminas sin rumbo por el extrarradio o páramo sonoro. Las luces apagadas en el cielo ceniciento son el aviso por megafonía de que ya está aquí el otoño, de calle tu estación preferida. Anochecerá pronto y la duda es si encaminar tus pasos hacia el Monte El Corvo, cruzar el Ebro o sacar los patines de la mochila y hacer molinetes hasta que en el vórtice pierdas el sentido de la realidad. No haces nada. Dejas que la oscuridad te devore. Miras la luna de octubre, la luna del viaje que emprendes hacia casa.  

  • Estelas

    El cielo es hoy un encerado donde los aviones practican sus ejercicios de caligrafía con sus estelas sobre el auditorio arbóreo. Piensas en términos caligráficos pero también pudiera ser la geometría; la de dos líneas que se cortan. En una discusión lo más llamativo es siempre la colisión de las palabras, la fiereza del lenguaje, la polvareda de las recriminaciones, sin embargo, es la estela de lo dicho lo que subsiste y se empecina en ser. Lejos de los protagonistas y su algarada libran su propia batalla. No es caligrafía ni geometría. Lo propio de las estelas es la esgrima.

  • El reclamo del agua

    La presencia airada, el nerviosismo en la voz del par de jóvenes -en su precipitación informe de años-, al preguntarte si hay algún bar cerca desde donde ver el río, el Ebro, puntualizan. Son rostros pescados de la ruta bacaladera y marina, varados ahora en el interior, con ojos de agua teñidos de alcohol, deshidratados y desesperados, buscando reparar la sed en el aliento húmedo del río, dilatado en sus márgenes. Marchan sin dar las ¿merecidas? gracias a las precarias indicaciones recibidas, los pasos decididos hacia el embarcadero, el río sin ocultar las estrías de colores de los entusiastas kayakistas.

  • Deambuleo

    Te aboca al parque el reclamo de querer ver la crecida del Ebro. Desde la orilla contemplas el agua espumosa haciendo molinetes, cigüeñas crotorantes construyendo un hogar de palos entre los picos, troncos desubicados camino de la sedimentación. Piensas, durante un instante, cómo sería la ciudad -partida en dos por el río- sin el río, ni la ocre humedad, sin puentes ni pasarelas, sin aparato circulatorio, en definitiva, y el ahogo sucede al pensamiento que la caminata alivia. La mirada cautelosa dirigida hacia la aguja de Palacio, a los altivos campanarios, en la otra orilla, detrás de la inexistente muralla.

  • Palmeras urbanas

    Recién viste la exposición Abierto por vacaciones. En una fotografía un árbol y un edificio se fundían. Hoy sales a pasear y te preguntas qué sería antes: la palmera o el edificio. Las ramas son un plumero hacendoso acariciando la fachada, los cristales, el ladrillo rojizo. Si algún vecino estirase la mano podría coger incluso dátiles, si los hubiera. Seguirá creciendo la palmera y dentro de unos años será más alta que el edificio. ¿Hasta dónde llegan sus raíces? ¿Hablamos aquí de un árbol doméstico? ¿O es el edificio quien sirve al árbol? ¿Los vecinos/jardineros quienes velan por su bienestar?

  • Esa bruma insensata

    Hoy caminas por el Puente de Hierro hacia la niebla o desde la niebla, tanto monta, y recuerdas las palabras de Juan Marsé: Hay dos maneras de construir una novela, ir añadiendo todo lo que en ella no sobre o ir quitando todo lo que en ella no sea indispensable. La niebla hace lo propio con el paisaje: añade los árboles, el alquitrán, las farolas apagadas o bien quita todo lo que no es necesario, y así sigues tu camino. Sabes que al otro lado hay una bodega fundada en 1890. Respiras. Tu aliento es también niebla. Tú, polvo enamorado.