Autor: Francisco

  • Las (no) desapariciones

    Míralas bien ahora que están de una pieza, antes de convertirse en otra cosa: en amasijo de hierros, en cuadro demediado, en algo irreconocible sin manillar ni ruedas, sin la firmeza del sillín. Mírate una vez más en el espejito y ofrece una despedida, porque nada podrán hacer por ellas los candados, las distraídas miradas de los viandantes cuando salgas del Bodegón y te golpee la ausencia, el vacío inerte. Entonces la mirada perdida, el porqué extraviado en la garganta, temeroso de salir. Míralas bien porque como en el juego del trilero, ahora las ves y luego no las verás.

  • La nulidad del viento

    El oído en la piedra no te trae la música de las esferas sino el sonido granítico del silencio. Tomas asiento para sentir el precario equilibrio en las nalgas, hasta que luego, de pie, tratas de emular a Perurena. Lo das por imposible cuando la espalda te suplica que cejes. Quizás sea una rayuela, oirías si atendieses al niño que llevas dentro. Podrás alcanzar la segunda bola, te preguntas cuando inicias el salto y caes desmadejado sobre el asfalto. Una señora con bastón te lo clava en las costillas y presiona con saña. Me confunde con una paloma torcaz, piensas.

  • Maremágnum

    No verás surgir del cementerio la escalera celestial, sí un carril bici que protegido te conducirá hasta tierras navarras. En el polígono Cantabria te recibe el olor del café tostado. Paras en el talud. Entre la maleza ves un acceso a otra dimensión. Eso piensas. Según la mirada entra en la oquedad ves cómo esta se va estrechando. Pero es una ilusión óptica. El acceso no es aquí un coito, ni la ilusión es una esperanza, solo posibilidades del lenguaje, acepciones o aceptaciones, en este maremágnum que te vuelve la cabeza del revés. Sí: spin, spin, spin the black circle.  

  • La memoria del vacío

    El interior es ahora el afuera, pasto de la intemperie y el desescombro. Asoman paredes pintadas, pero no verás el rojo del rubor sino el verde de la esperanza, ahora imposible. Has visto menguar el tamaño del inmueble cada semana; un truco más del Gran Prestidigitador, en las habilidosas manos, no invisibles, del Mercado. No oirás la algarabía de voces en el patio de luces, ahora apagadas, ni el arrítmico latido del corazón en la siemprencendida del salón, tampoco el trajinar de cazuelas en la cocina. Olvídate de los acelerados pasos pubescentes en la escalera. Memoriza el vacío y marcha.  

  • No tardo

    Penélope lo mira desde el umbral y le reclama un beso. Él se acerca y se lo da, estrechándola entre sus brazos fornidos. Él desconoce que luego la Odisea contará sus gestas, que el texto, ahora entre tus manos, se volverá inmortal. Siempre le trae Ulises algo después de sus múltiples viajes. No, no es un viajante, es un guerrero, un diplomático marcado por su sagacidad. Penélope tiene hoy un presentimiento. El umbral es en ese momento un abismo. Dos décadas llevan ya percutiendo en su cerebro las últimas palabras -fueron dos- de su amado a la partida: No tardo.

  • Extravíos

    Caminas por la calle, deambulas, flaneas, viento en popa a toda vela, la quilla el calzado, -náuticos gastados- hasta desubicarte. Achicas los ojos. Alrededor edificios clónicos de una ciudad que te ha parido con alopecia y miope. El desamparo es la periferia, el extrarradio, las afueras. Miras el nombre de la calle. Un pintor, un conquistador, una poetisa ¿importan a alguien? No hay locales ni bares ni panaderías ni guarderías. Sí una parada de autobús. Montas en el primero que llega. Eléctrico. No sabes adónde va. No importa. La angustia ya está en tu interior. Y no piensas dejarla salir. 

  • Extrarradio

    La ciudad parece distinta, piensas mientras caminas sin rumbo por el extrarradio o páramo sonoro. Las luces apagadas en el cielo ceniciento son el aviso por megafonía de que ya está aquí el otoño, de calle tu estación preferida. Anochecerá pronto y la duda es si encaminar tus pasos hacia el Monte El Corvo, cruzar el Ebro o sacar los patines de la mochila y hacer molinetes hasta que en el vórtice pierdas el sentido de la realidad. No haces nada. Dejas que la oscuridad te devore. Miras la luna de octubre, la luna del viaje que emprendes hacia casa.  

  • Estelas

    El cielo es hoy un encerado donde los aviones practican sus ejercicios de caligrafía con sus estelas sobre el auditorio arbóreo. Piensas en términos caligráficos pero también pudiera ser la geometría; la de dos líneas que se cortan. En una discusión lo más llamativo es siempre la colisión de las palabras, la fiereza del lenguaje, la polvareda de las recriminaciones, sin embargo, es la estela de lo dicho lo que subsiste y se empecina en ser. Lejos de los protagonistas y su algarada libran su propia batalla. No es caligrafía ni geometría. Lo propio de las estelas es la esgrima.

  • El reclamo del agua

    La presencia airada, el nerviosismo en la voz del par de jóvenes -en su precipitación informe de años-, al preguntarte si hay algún bar cerca desde donde ver el río, el Ebro, puntualizan. Son rostros pescados de la ruta bacaladera y marina, varados ahora en el interior, con ojos de agua teñidos de alcohol, deshidratados y desesperados, buscando reparar la sed en el aliento húmedo del río, dilatado en sus márgenes. Marchan sin dar las ¿merecidas? gracias a las precarias indicaciones recibidas, los pasos decididos hacia el embarcadero, el río sin ocultar las estrías de colores de los entusiastas kayakistas.

  • Deambuleo

    Te aboca al parque el reclamo de querer ver la crecida del Ebro. Desde la orilla contemplas el agua espumosa haciendo molinetes, cigüeñas crotorantes construyendo un hogar de palos entre los picos, troncos desubicados camino de la sedimentación. Piensas, durante un instante, cómo sería la ciudad -partida en dos por el río- sin el río, ni la ocre humedad, sin puentes ni pasarelas, sin aparato circulatorio, en definitiva, y el ahogo sucede al pensamiento que la caminata alivia. La mirada cautelosa dirigida hacia la aguja de Palacio, a los altivos campanarios, en la otra orilla, detrás de la inexistente muralla.

  • Palmeras urbanas

    Recién viste la exposición Abierto por vacaciones. En una fotografía un árbol y un edificio se fundían. Hoy sales a pasear y te preguntas qué sería antes: la palmera o el edificio. Las ramas son un plumero hacendoso acariciando la fachada, los cristales, el ladrillo rojizo. Si algún vecino estirase la mano podría coger incluso dátiles, si los hubiera. Seguirá creciendo la palmera y dentro de unos años será más alta que el edificio. ¿Hasta dónde llegan sus raíces? ¿Hablamos aquí de un árbol doméstico? ¿O es el edificio quien sirve al árbol? ¿Los vecinos/jardineros quienes velan por su bienestar?

  • Esa bruma insensata

    Hoy caminas por el Puente de Hierro hacia la niebla o desde la niebla, tanto monta, y recuerdas las palabras de Juan Marsé: Hay dos maneras de construir una novela, ir añadiendo todo lo que en ella no sobre o ir quitando todo lo que en ella no sea indispensable. La niebla hace lo propio con el paisaje: añade los árboles, el alquitrán, las farolas apagadas o bien quita todo lo que no es necesario, y así sigues tu camino. Sabes que al otro lado hay una bodega fundada en 1890. Respiras. Tu aliento es también niebla. Tú, polvo enamorado.